2.5.4.
El mosaico étnico de Costa Rica, hoy:
Este un tema delicado
en Costa Rica. Cualquiera que abrigue en
su cuerpo una fibra de racismo, de xenofobia o de discriminación étnica, podría
tener severas dificultades en aceptar las evidencias que se ofrecen. Si bien, se sabe que existe una mezcla étnica
en la sangre de los costarricenses a la entrada del Siglo XXI, hay que asumir
la que composición no es del agrado de todos.
La información genética, revelada en estudios recientes ponen en relieve que todos los costarricenses
poseen algo de negro y de indígena, al lado de la herencia mediterránea que la
mayoría se precia de portar. No
obstante, el tico tiene el privilegio de portar una de las mezclas étnicas más
sobresalientes de América Latina. En el
ADN se cuenta con la información de razas con cientos de años de tradición y de
historia. No puede negar que gran parte
de la identidad nacional procede de ahí.
Posiblemente bailar bien, o el
tamaño y la frondosidad del trasero, sea indiscutiblemente herencia de los
antepasados afrocaribeños. De otra
manera, no se tendrían esas cualidades, al menos, de modo natural. Tal vez el espíritu luchador y guerrero sea en realidad el porcentaje de aborigen
costarricense que se lleva en la sangre.
La maravilla de la información genética es que se tiene y que se
manifiesta, sin saberse que está ahí.
La actual población
costarricense tiene en conjunto un 61% de genes blancos; 30% de indígenas y 9%
de africanos” (Mairena (1995), citando a Morera (1995, p. 10). Resulta entonces
suponer que la mezcla étnica, con diversas etapas y manifestaciones durante la
conquista y la colonia, fue real. Al cuantificar con minuciosidad el aporte de
españoles, indígenas y africanos a nuestro origen, se desmiente en primer lugar la supuesta ‘pureza blanca’ de los ticos. Lo
cierto es que, en términos globales, somos mestizos” (Ídem, p.10).
En el mismo sentido
apuntan los estudios de los doctores Quesada y Barrantes (1992), citados
por Castro (1992), quienes coinciden con
los aportes de Morera (1995), pese a ser estos más recientes. Esto en definitiva no es de extrañar, pues
hay presencia de negros desde los inicios de la nacionalidad. Tanto los que arribaron con los
conquistadores españoles, como los que fueron llegando en diferentes etapas de
la historia, particularmente con la construcción del ferrocarril al Atlántico a
finales de la centuria del XIX y principios de la del XX. Esta tendencia envuelve a todos los
costarricenses. Para Mairena (1995)
citando a Morera (1995): “Entre los estratos medio y alto no hay diferencias,
mientras que en los grupos de bajos ingresos económicos, hay un ligero
incremento de genes de origen africano (11,5%) e indígena (38,01%)” (p.
12). La regiones ofrecerán variedades
regionales de importancia. “Los españoles se mezclaron abundantemente con
indígenas y esclavos africanos, sin respetar límites étnicos e ideológicos
imperantes” (Ídem, p. 12). Resulta
simpático, evidenciar asimismo la porción indígena en la sangre. Esto es llamativo pues en un país donde su
población originaria está prácticamente invisibilizada (en todos los planos) la
genética aún manifiesta su presencia.
Ahora bien, invisibilizada no
significa inexistencia. El hecho de que
hayan pocos, no es excusa para ignorarlos.
Hoy día forman un segmento real en la sociedad costarricense. Lamentablemente el alejamiento cultural, les
ha propiciado una mala condición económica, cosa que no era difícil de
suponer. Sus poblaciones se establecen en:
“Ocho
pueblos indígenas con una población cercana a los 40.000 habitantes,
distribuidos del siguiente modo: bribris (35%), cabécares (25%), brunkas (15%),
guaymíes (13%), chorotegas (4%), malekus (3%), Huetares (3%) y teribes (2%).
(...) Estos grupos habitan en 22 áreas
debidamente reconocidas por Ley como ‘territorios indígenas’” (Estado de la
Nación, Informe Nº 5, p. 86).
No obstante, el censo
de población del año 2000 reveló la existencia de 63.800 indígenas, lo que
constituye el 1,17% de los habitantes.
Para la mayoría esto resultó sorpresivo, lo que sucede es que el
recuento en este caso es nacional y no se refiere solamente a lo que está
presente en las referidas áreas en las que se encuentran. El nuevo ordenamiento suministra las
siguientes cifras básicas “Del total 11.174 son bribris, 10.016 cabécares y
3.934 son borucas. El resto se reparte entre guaymíes, Huetares, malekus,
chorotegas y térrabas. El 51,5% son hombres (32.896) y el 48,5% restante son
mujeres (30.980). El 79% habita en zonas rurales, y el 55,2% tiene entre 17 y
64 años” (Loaiza [h], 2001. pp. 4-5).
Adicionalmente se estableció que la población negra está compuesta por
72.784 personas (1,9) y que la china por 7.800 (0,2%).
Se recordará que en
la colonia y los primeros años de la vida
Republicana, las diferenciaciones y estratificaciones sociales se hacían
en función de las etnias representadas.
Sin embargo, lo único
que viene a demostrar la realidad es la
falsedad y la incongruencia de las castas dominantes, que “debajo de las
sábanas” no respetaban sus propias convenciones sociales. Total, estas distinciones se mantuvieron
hasta bien entrado el siglo XX. Dos elementos son rescatables de estas
posiciones. En primera instancia la
hipocresía, y en segunda que las líneas heráldicas no son tan puras y
celosamente restringidas como se ha
hecho creer a lo largo de las diferentes etapas de la historia patria.
El color de la piel poco importaba a los
conquistadores. La violación y el
estupro eran naturales para los españoles desde la guerra contra los moros.
Incluso, durante este primer período, el matrimonio tuvo carácter de alianza
militar, aunque también se obtenían mujeres pacíficamente como obsequios o
símbolos de amistad de los caciques (Mairena, 1995, p. 14).
No empero, se
evidencia que la violencia no fue el único vehículo promotor de la mezcla
étnica. En realidad durante estos siglos
la actividad sexual fue en gran medida voluntaria, aunque escondida
socialmente. La información genética
contenida en el torrente sanguíneo, así lo demuestra.
Un reciente estudio
de Poveda (1997), muestra que en realidad la sexualidad de los costarricenses,
al menos en el período 1880-1920 fue más fogosa de lo que se ha asumido
tradicionalmente. En el más asombroso
despliegue de información, la autora tuvo acceso a documentos custodiados en la
Curia Metropolitana, donde los sacerdotes reportaban a los obispos, las
actividades íntimas de los costarricenses (muchas veces conocidas en confesión)
y daban seguimiento a los casos. Los relatos,
especificados con nombres, apellidos, fechas y lugares, son presentados por la
investigadora, que revela en sus fuentes, las más exóticas e impresionantes
aventuras sexuales que se puedan imaginar.
De pronto la doblemoralista sociedad tica, queda completamente al
descubierto, en uno de los trabajos más polémicos de todas las épocas. Para aquel interesado en descubrir si su
tatarabuela tenía aventuras de vanguardia, el texto ofrece plena satisfacción
al más morboso lector. Interesaba el
comentario, pues si bien los episodios íntimos de finales del siglo XIX y
principios del XX eran de auténtico escándalo, las estadísticas del presente,
en absoluto contraste, muestran una vida sexual bastante frustrada e
insatisfactoria en una gran parte de la población. El problema en realidad, es que la
misma se califica a sí misma como
excelente amante.
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