lunes, 17 de noviembre de 2014



2.5.4.  El mosaico étnico de Costa Rica, hoy:


Este un tema delicado en Costa Rica.  Cualquiera que abrigue en su cuerpo una fibra de racismo, de xenofobia o de discriminación étnica, podría tener severas dificultades en aceptar las evidencias  que se ofrecen.  Si bien, se sabe que existe una mezcla étnica en la sangre de los costarricenses a la entrada del Siglo XXI, hay que asumir la que composición no es del agrado de todos.  La información genética, revelada en estudios  recientes ponen en relieve que todos los costarricenses poseen algo de negro y de indígena, al lado de la herencia mediterránea que la mayoría se precia de portar.  No obstante, el tico tiene el privilegio de portar una de las mezclas étnicas más sobresalientes de América Latina.   En el ADN se cuenta con la información de razas con cientos de años de tradición y de historia.   No puede negar que gran parte de la identidad nacional procede de ahí.  Posiblemente  bailar bien, o el tamaño y la frondosidad del trasero, sea indiscutiblemente herencia de los antepasados afrocaribeños.  De otra manera, no se tendrían esas cualidades, al menos, de modo natural.  Tal vez el espíritu luchador y guerrero  sea en realidad el porcentaje de aborigen costarricense que se lleva en la sangre.  La maravilla de la información genética es que se tiene y que se manifiesta, sin saberse que está ahí.

La actual población costarricense tiene en conjunto un 61% de genes blancos; 30% de indígenas y 9% de africanos” (Mairena (1995), citando a Morera (1995, p. 10). Resulta entonces suponer que la mezcla étnica, con diversas etapas y manifestaciones durante la conquista y la colonia, fue real. Al cuantificar con minuciosidad el aporte de españoles, indígenas y africanos a nuestro origen, se desmiente en primer lugar  la supuesta ‘pureza blanca’ de los ticos. Lo cierto es que, en términos globales, somos mestizos” (Ídem, p.10).  



En el mismo sentido apuntan los estudios de los doctores Quesada y Barrantes (1992), citados por  Castro (1992), quienes coinciden con los aportes de Morera (1995), pese a ser estos más recientes.  Esto en definitiva no es de extrañar, pues hay presencia de negros desde los inicios de la nacionalidad.  Tanto los que arribaron con los conquistadores españoles, como los que fueron llegando en diferentes etapas de la historia, particularmente con la construcción del ferrocarril al Atlántico a finales de la centuria del XIX y principios de la del XX.  Esta tendencia envuelve a todos los costarricenses.  Para Mairena (1995) citando a Morera (1995): “Entre los estratos medio y alto no hay diferencias, mientras que en los grupos de bajos ingresos económicos, hay un ligero incremento de genes de origen africano (11,5%) e indígena (38,01%)” (p. 12).  La regiones ofrecerán variedades regionales de importancia. “Los españoles se mezclaron abundantemente con indígenas y esclavos africanos, sin respetar límites étnicos e ideológicos imperantes” (Ídem, p. 12).  Resulta simpático, evidenciar asimismo la porción indígena en la sangre.  Esto es llamativo pues en un país donde su población originaria está prácticamente invisibilizada (en todos los planos) la genética aún manifiesta su presencia.  Ahora bien,  invisibilizada no significa inexistencia.  El hecho de que hayan pocos, no es excusa para ignorarlos.  Hoy día forman un segmento real en la sociedad costarricense.  Lamentablemente el alejamiento cultural, les ha propiciado una mala condición económica, cosa que no era difícil de suponer.  Sus poblaciones  se establecen en:

“Ocho pueblos indígenas con una población cercana a los 40.000 habitantes, distribuidos del siguiente modo: bribris (35%), cabécares (25%), brunkas (15%), guaymíes (13%), chorotegas (4%), malekus (3%), Huetares (3%) y teribes (2%). (...)  Estos grupos habitan en 22 áreas debidamente reconocidas por Ley como ‘territorios indígenas’” (Estado de la Nación, Informe Nº 5, p. 86).

No obstante, el censo de población del año 2000 reveló la existencia de 63.800 indígenas, lo que constituye el 1,17% de los habitantes.  Para la mayoría esto resultó sorpresivo, lo que sucede es que el recuento en este caso es nacional y no se refiere solamente a lo que está presente en las referidas áreas en las que se encuentran.  El nuevo ordenamiento suministra las siguientes cifras básicas “Del total 11.174 son bribris, 10.016 cabécares y 3.934 son borucas. El resto se reparte entre guaymíes, Huetares, malekus, chorotegas y térrabas. El 51,5% son hombres (32.896) y el 48,5% restante son mujeres (30.980). El 79% habita en zonas rurales, y el 55,2% tiene entre 17 y 64 años” (Loaiza [h], 2001. pp. 4-5).  Adicionalmente se estableció que la población negra está compuesta por 72.784 personas (1,9) y que la china por 7.800 (0,2%).



Se recordará que en la colonia y los primeros años de la vida  Republicana, las diferenciaciones y estratificaciones sociales se hacían en función de las etnias representadas. 

Sin embargo, lo único que  viene a demostrar la realidad es la falsedad y la incongruencia de las castas dominantes, que “debajo de las sábanas” no respetaban sus propias convenciones sociales.  Total, estas distinciones se mantuvieron hasta bien entrado el siglo XX. Dos elementos son rescatables de estas posiciones.  En primera instancia la hipocresía, y en segunda que las líneas heráldicas no son tan puras y celosamente restringidas como se  ha hecho creer a lo largo de las diferentes etapas de la historia patria.

El color de la  piel poco importaba a los conquistadores.  La violación y el estupro eran naturales para los españoles desde la guerra contra los moros. Incluso, durante este primer período, el matrimonio tuvo carácter de alianza militar, aunque también se obtenían mujeres pacíficamente como obsequios o símbolos de amistad de los caciques (Mairena, 1995, p. 14).  

No empero, se evidencia que la violencia no fue el único vehículo promotor de la mezcla étnica.  En realidad durante estos siglos la actividad sexual fue en gran medida voluntaria, aunque escondida socialmente.  La información genética contenida en el torrente sanguíneo, así lo demuestra.



Un reciente estudio de Poveda (1997), muestra que en realidad la sexualidad de los costarricenses, al menos en el período 1880-1920 fue más fogosa de lo que se ha asumido tradicionalmente.  En el más asombroso despliegue de información, la autora tuvo acceso a documentos custodiados en la Curia Metropolitana, donde los sacerdotes reportaban a los obispos, las actividades íntimas de los costarricenses (muchas veces conocidas en confesión) y daban seguimiento a los casos.  Los relatos, especificados con nombres, apellidos, fechas y lugares, son presentados por la investigadora, que revela en sus fuentes, las más exóticas e impresionantes aventuras sexuales que se puedan imaginar.  De pronto la doblemoralista sociedad tica, queda completamente al descubierto, en uno de los trabajos más polémicos de todas las épocas.  Para aquel interesado en descubrir si su tatarabuela tenía aventuras de vanguardia, el texto ofrece plena satisfacción al más morboso lector.  Interesaba el comentario, pues si bien los episodios íntimos de finales del siglo XIX y principios del XX eran de auténtico escándalo, las estadísticas del presente, en absoluto contraste, muestran una vida sexual bastante frustrada e insatisfactoria en una gran parte de la población.   El problema en realidad, es que la misma  se califica a sí misma como excelente amante.



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