2.5.2. La Iglesia católica en la vida
nacional:
El tema de la
religión constituye una de las influencias culturales más profundamente
arraigadas, incluso desde el momento mismo del impacto de la conquista del
territorio nacional (1519 -1560). El primer sacerdote estuvo en el país en
1522. Al año siguiente, según los registros de la época, el proceso de
evangelización había cubierto 11.297 almas. Definitivamente se concentraban en
su trabajo.
No puede hablarse de
una barbarie o de un holocausto con la magnitud sucedida en algunos latinoamericanos, aunque no se negará
el hecho de que los aborígenes locales también fueron mancillados en sus
creencias y en su sistema tradicional de vida.
Para Castro, citando
a Barrantes (1992, p. 86) la población del país se encuentra afincada en este
territorio desde hace unos 7 mil años, sin embargo señala evidencia que la
primera vez que hubo un ser humano en el territorio data de 15 a 20 mil años
atrás. Razones de peso para suponer que
eran grupos sólida y culturalmente estructurados, aunque por tratarse de
una zona de paso entre las masas continentales, muchos estarían
transitoriamente de paso. Tampoco puede
ignorarse la presencia de figuras visibles como el cacique Garabito o Pablo
Presbere, que ocuparon en estas sangrientas páginas de la historia un lugar
(muchas veces olvidado u omitido a conveniencia) por la defensa, hasta la
muerte, de sus creencias y sus convicciones. Ejemplo de vida y de consecuencia,
lamentablemente evadido, pero que ilustra un estilo de vida valiente que el costarricense moderno ha perdido completamente.
La causa principal
del bajo impacto en el genocidio de la conquista se debe en realidad a la
escasa población aborigen precolombina existente en el país. No en vano poseían
un conjunto cultural visible que fue sacrificado en aras de la difusión y de la
expansión de la doctrina evangelística cristiana. El número de indígenas al
llegar los conquistadores no pasaba de unos 30.000 (unos 27.000 dice Ricardo
Fernández Guardia) integrantes de las tres ramas enumeradas (Huetares, Brunkas
y Chorotegas). De éstas la primera en importancia, tanto numérica, como
territorial era la Huetar. (Blanco, 1960, p. 25). Si bien es cierto la
definición de Fernández (1924), sostenida por Blanco (1962) es la básica de los
textos escolares, los arqueólogos e historiadores tienen definiciones mucho más
amplias y exactas sobre los grupos étnicos autóctonos del país. Se mantiene
esta denominación por su conocimiento popular, pero reconociendo que es
elemental e inexacta.
El número preciso de
aborígenes en esta etapa, será por la eternidad un dato imposible de conocer,
por tratarse de una de las estadísticas con mayor sesgo en la historia
nacional. Por un lado, si se trataba de justificar el número de conversiones,
tendía a ampliarse en los escritos de la época. Si enfrentaban las denuncias
por maltrato, simplemente se reducía. Por tal motivo la población indígena y su
cuantificación es un fenómeno difícil de aclarar. Castro (1992) opina que ya
para 1569 estaba conformada por 17.500 individuos y que cuarenta años más tarde
alcanzaría quizás los 10.000.
De las primeras
páginas de la historia patria y eclesiástica se desprende un particular
conglomerado religioso-mitológico que ilustra que en la época precolombina
existían manifestaciones de peso en estos órdenes:
“Las divinidades en común con otros pueblos,
eran las ya clásicas: elementos astros, seres vivos, racionales e irracionales.
Entre los elementos estaba la Lluvia; entre los astros el Sol y la Luna,- y
entre los seres vivos deidades zoomorfas
(deidades de combinación humana y animal) y humanas.
Entre
las concepciones zoomorfas destacan los mitos del jaguar, del mono, la lechuza,
la serpiente, el lagarto. Una síntesis de tal zoografía la ofrece la tetragonía
serpiente-jaguar-lagarto-mono, que quizá simbolice diversos cultos al sexo, la
fuerza la inteligencia y el origen del hombre.
En cuanto a la lechuza, su manifestación más conocida es el llamado mito
antropogénico (una lechuza con una cara de hombre en el pico) según el cual esa
ave trajo el primer hombre al mundo, manifestación muy clara en un altar
ceremonial y en esculturas individuales.
Que
el culto a esas representaciones zoomorfas encerraba una significación más
profunda que la simple animal nos lo atestiguan las mismas y ritos del culto
huetar-chorotega; entre ellas el sexo ocupaba un lugar notorio y las ideas de
fertilidad y vida aún llegaron a tener sus especiales advocaciones como lo
comprueban ciertas imágenes de piedra. La serpiente emplumada es otro elementos
que se repite en los ceramios chorotegas y su presencia entre los aborígenes
americanos no es extraña a la mayoría de los pueblos”. (Blanco, 1960, p.27).
Asimismo añade Castro
(1992) que:
“El arte indígena del noroeste alcanzó la más
alta manifestación en la cerámica, con la presencia estilizada de jaguares,
monos, lagartos y tortugas. (...) Los Chorotegas creían en muchos dioses,
representados en las fuerzas de la naturaleza y de su entorno, como el agua, el
fuego, el sol. Otras divinidades eran el jaguar, el mono, el venado, la
serpiente y el lagarto. El maíz era uno de los dioses más venerados y la fiesta
de su siembra y la cosecha uno de sus principales rituales”. (p. 69)
Como puede apreciarse
aunque lo que queda de la historia precolombina es poco, resulta suficiente
para demostrar que detrás de las prácticas religiosas aborígenes en Costa Rica,
había un cuerpo de fundamentaciones sólidamente definidas. Tal vez el
porcentaje de sangre indígena explique el por qué, se manifestara una
religiosidad tan particular, aún y cuando las auténticas creencias fueron
desterradas en el mediano genocidio de la conquista del territorio.
No puede afirmarse,
como ha hecho la historia convencional, que tales manifestaciones religiosas
eran casi inexistentes, o que los aborígenes locales tomaron los elementos
cristianos con sumo pacifismo. Evidentemente hubo que fragmentar toda una
cultura nacional (que es en realidad la autóctona del país), aunque no existan
muchas posibilidades ya de retomarla. El sistema de pensamiento de la época de
conquista y colonia distaba del humano y tolerante. De hecho considera Quesada
(1992) que se ha afirmado que: "solo los pueblos con escritura alfabética
y con literatura impresa tienen historia, y que las sociedades indígenas, al
carecer de ellas, eran sociedades salvajes que merecían ser exterminadas en
nombre del progreso, la civilización, la religión, el idioma, etc." (p.
32). Tal conceptualización permite aseverar que la filosofía de observación de
los derechos humanos, del sentido solidario y del cristianismo, no tenían gran
albergue entre los conquistadores.
Cuando se encuentran
posiciones arbitrarias como la que González (1992) presenta del "humanista
español Juan Ginés de Sepúlveda [citado por Galeano (1984)] quien "estima
que los indígenas merecen el trato que reciben pues sus pecados e idolatrías
constituyen una grave ofensa contra Dios... y el conde Buffón considera que en
los indígenas, esos: animales frígidos y débiles no se observa ninguna
actividad del alma'." Cabe señalar que los "tratos" a los que se
refiere el "distinguido cultivador" del comportamiento del género
humano, constituían los castigos y torturas que había que aplicar a estos
"elementos salvajes" que desobedecían y se rebelaban a la educación
que se les otorgaba "gentilmente”.
De pronto resulta
incomprensible, no solo el tratamiento o los mecanismos adoctrinantes; sino la
absurda postura de que con diferente idioma y patrones sociológicos (entre
otros detalles) que los indígenas comprendieran en un período de menos de 30
años la postura monoteísta que le tomó al pueblo judío al menos 25 siglos para
solidificar y a los profesantes del cristianismo 15 más en ordenar. Para
cualquier elemento racional, 40 centurias de historia del viejo mundo, no
pudieron haber sido impuestas en el nuevo tan solo en unos meses. No es justificante, pero recuérdese que los
españoles venían de una ocupación musulmana de 800 años, por lo que su
sentimiento de superioridad se vio sobredimensionado luego de su liberación,
precisamente en el año mismo del descubrimiento de nuestro continente.
Irónicamente al respecto Quesada (1992) afirma que:
“Para gloria de la misma España, desde el
siglo XVI, la elite de la universidad española afirma que ningún pueblo tenía
el derecho de imponer tutela a otro. Ni la religión, ni la 'civilización'
podrían justificar ninguna forma de conquista, ya que al querer clasificar las
civilizaciones en superiores o inferiores, se termina siempre por ser el
bárbaro del otro”. (p.36).
Lamentablemente una
postura tan madura llegó tarde, cuando las primeras barbaries ya se habían
ejecutado, aún y cuando les movieran intereses justos a su modo de ver y
pensar. Para Arrieta (1992):
“Es un hecho innegable y deplorable
que los conquistadores cometieron abusos de extrema gravedad, crímenes de esa
humanidad como los que por su parte cometieron ingleses y franceses, alemanes e
italianos, para mencionar algunos al sojuzgar de norte a sur las civilizaciones
africanas, mereciendo desde ese punto de vista igual repudio que los españoles”.
(p. 46).
Aunque el criterio
del ex arzobispo busca ser conciliador sobre el tema, hay que aceptar que el
hecho de que otros pueblos hicieran lo mismo, no necesariamente es
justificación para los sucesos acaecidos. Ejemplos de expansión de culturas,
donde no por ello se devaste lo establecido, hay muchos; incluso entre los
llamados paganos. Egipcios, judíos, griegos, entre otros, lograron acuerdos
para el mantenimiento de sus tradiciones, las cuales fueron respetadas hasta
donde fue factible. Ni la misma invasión mora en España, conllevó a la
supresión de las libertades religiosas de ningún grupo (católico o judío), sino
que gozaron de absoluta autonomía en este ejercicio.
Por eso la acción no
resulta del todo comprensible. Si es cierto, como también lo afirma el
Arzobispo, que la rápida difusión de la religión permitió la generación de
grupos étnicos mixtos que facilitaron la difusión de monoteísmo occidental. Se
contempla uno de los acontecimientos de mayor intolerancia en la historia
mundial. Por vivencias de esta naturaleza la iglesia canoniza a muchos como
mártires por defender su fe. Lastimosamente de los mártires de la cultura
precolombina, que tendrían igual mérito, nadie se acuerda.
Sea como fuere:
matanza injustificada, resistencia a la conquista, enfermedades o simplemente
por el proceso de mestizaje (por las buenas o a la fuerza), la población
original costarricense fue severamente reducida y sus
tasas de crecimiento se llevaron hasta prácticamente desaparecer. Hoy pueden
haber entre 22.000 y 25.000 indígenas en el territorio nacional, pero en su
mayoría se encuentran absorbidos por la vida moderna, por lo que la cifra es
quizá imprecisa. En todo caso corresponde a un grupo sumamente reducido en la
población nacional, en contraste con el resto de América Latina. Castro (1992),
citando a Madariaga (1962) destaca que "el indio, el blanco y el
negro son los tres colores de la paleta humana de las Indias. En el curso del
tiempo se fueron combinando en toda suerte de proporciones" (p.
122).
Añade Castro:
“El mestizaje que se da en los últimos nueve
decenios de la vida colonial no es el mestizaje inicial, el del español con
indio y el del español con negro [su primera oleada se dio en los primeros años
de la conquista procedentes directamente de África], sino más bien se trata del
amalgamamiento de mestizos, mulatos, españoles pobres e indios urbanizados que
da como resultado el blanqueamiento de las castas, permitiendo, a la vez, la
consolidación de una sociedad de bases mixtas”. (p. 122).
Sin embargo, las
condiciones en que se llegó a esta mezcla genética tan particular no es a veces
tan idealista como parece. De pronto podría pensarse que el marco en el que se
plantearon estas variabilidades fue muy conciliador, cuando en la realidad, se esconden motivaciones viles y
pasionales. Resultará interesante comprender que el proceso de mestizaje se
marca en dos momentos de la historia: conquista y colonia. Este aspecto tendrá
una importante repercusión en el trazado genético del costarricense, pues la
composición sanguínea ofrece el resultado de una mezcla étnica especial.
Tampoco puede
pensarse que se trató de una historia solamente plagada de abusos sexuales y de
violaciones. En el proceso de mestizaje
a veces convergen motivos personales y pasionales que explicarán las uniones
reiteradas de aborígenes y españoles, tal y como se presentan en este
texto. Ello implica que decididamente
habían relaciones sentimentales profundas y sólidamente afianzadas; que aunque
se mantenían visiblemente, en el plano social había un ocultamiento parcial de
las mismas. Parcial, porque también se
demostrará en el texto el nivel de reconocimiento que alcanzaban los hijos de
los conquistadores, en función de su posición de poder. Ello es particular porque se supondría que en
la realidad pasaba lo distinto, sobre todo en una sociedad que después se
marcaría fuertemente doble moralista y
observadora de los linajes puros. No
obstante, como logran presentar Meléndez (1982) y Stone (1975 y 1997) no fueron
criterios que obstaculizaran el acceso de estos descendientes ni a los círculos
sociales, ni a los círculos de poder.
Factor aparte a tener en consideración el hecho de que la mayoría de los
presidentes del país fueron y siguen siendo frutos de este mestizaje.
De la Cruz et al.
(1989 pp. 18-19, Tomo III) insisten por su lado en el hecho de que esta
aparición de grupos étnicos, provocó la creación de mecanismos de
diferenciación y de estrechez social, colocando a los individuos en castas
segregadas que los mantuviera a distancia. Este claro ejemplo de discriminación
racial vendría a disminuirse con la creación del mito-leyenda de la virgen de
los Ángeles. Esta consideración resulta interesante para delimitar donde muchas
veces comienza lo humano, y dónde lo divino.
Asunto aparte sería el explotar las causas de estas dos realidades
paralelas: la aceptación de los hijos mestizos de los conquistadores y el
rechazo a los grupos étnicos. Seguramente
la diferencia es sencilla y sutil, pero sobre la que aún quedará mucho por
especular. En torno al tema del arte
unido a la religión se establece que este criterio es compartido por Carvajal
(1992) cuando afirma que
“El santo Cristo de Esquipulas, al igual que
la Negrita de Nuestra Señora de los Ángeles y otros muchos santos y patronos
latinoamericanos, aparecen a lo largo del siglo XVII y adquieren, dentro de la
imaginería iconográfica rasgos mestizos y negros. La manifestación más
importante de este fenómeno como expresión cultural, quedó plasmada en el arte
del siglo xvii-xvm”. (p. 97)
En todo el período, y
hasta la fecha, es factible encontrar ejemplos de la devoción mariana tan
arraigada en los costarricenses hasta inclusive la entrada del tercer milenio.
Los historiadores siempre encuentran algún rasgo de esta conducta en la
manifestación religiosa de los pueblos que se iniciaron en torno a la Limpia
Concepción de Ujarrás, continuaron con la de la Negrita de los Ángeles, y
supieron canalizarlas por advocaciones particulares, como se aprecia en la
mención de Carvajal (1992, pp. 95-98) a la festividad de la Virgen del Mar en
Puntarenas hacia el 16 de julio y la de la fiesta de la Virgen de Guadalupe en
Nicoya para el 12 de diciembre. A esto se le suma un listado que incluyen las
referencias de Carmen, Merced, Concepción, Soledad y Rosario, como las más
representativas. Desde los inicios mismos de la nacionalidad costarricense, el
culto y la devoción a los santos también han inspirado a los costarricenses en
el enfrentamiento de sus faenas diarias, así como en la fundación misma de sus
comunidades, las cuales en su mayoría llevan el nombre de alguno. De alguna
manera en que los intereses "divinos" han sido factores de peso en el
establecimiento de poblados y en el aumento en la plusvalía de los terrenos
seleccionados y beneficiados por la "Providencia". Por eso el tema de
la intolerancia religiosa no es simple, ni solamente identificable en el
impacto de la conquista, sino que se sigue repitiendo en episodios más
recientes de la historia. Picado (1992) contribuye con esta reflexión:
“El comportamiento de la Iglesia, clérigos y
sobre todo laicos- hacia los indios y los negros debe ser motivo de hondas
interrogaciones, para quien tome su fe en serio.
No
hay manera de negar la participación de los cristianos en la esclavitud negra,
con todos sus horrores, sea bendiciendo, justificando e incluso aprovechándola
directamente. Algo parecido ocurrió con los indios. Difícil refutar que la
mayor parte de los cristianos se
beneficiaron de las encomiendas de
indios asignados para trabajos y labores de explotación a cargo de los colonos
españoles, los tributos y otras formas de extracción de la riqueza.
La
opresión del indígena fue tal que le impidió recuperarse, durante los siglos
coloniales, de la catástrofe demográfica que inauguró la conquista. Pero más
grave que la económica fue la aniquilación espiritual, por la que los dioses de
los indios y de los negros fueron transmutados en los demonios de la nueva
religión" (p.48).
Este comentario es
importante, por tratarse de un teólogo dominico. Sin embargo, asume con
valentía y realismo los episodios coloniales. Se deja entreabierta, eso sí, la
discusión en torno a si la actitud de repudio, racismo, xenofobia e
intolerancia fue en realidad un fenómeno con mayor longevidad que la que la
historia tradicional permite analizar. Asimismo es justo destacar que los
aborígenes nunca fueron los salvajes que se mencionan. Por un lado tenían una
cultura sólidamente integrada, no andaban desnudos como se ha hecho creer,
tenían su conjunto de valores, no comían carne humana, no mataban a diestra y
siniestra. Muchos de los conflictos se dieron a causa de la inexistente
codificación de los lenguajes y de las costumbres. De haberse tenido más
paciencia, el proceso de transculturización hubiese sido más pacífico. El
impacto sociológico vivido tendría el mismo peso que si una civilización
extraterrestre quisiera imponer su cultura, costumbres, idiomas y religión.
Difícilmente se permitiría y se lucharía con todas las armas y los recursos,
posiblemente más rudimentarios, para ofrecer esta resistencia.
Tal vez por eso
resultan interesantes las reiteradas muestras de disculpa que el Papa Juan
Pablo II ofreció con ocasión de la entrada del denominado Tercer Milenio de la
Cristiandad. Sin embargo, estas manifestaciones resultan tardías al
contemplarse muchos años después de los acontecimientos y denotan la
incapacidad para asumir las consecuencias en el momento mismo de los hechos.
Aún así resulta valiente y meritoria la intervención del pontífice.
Para la época
colonial es perfectamente visible la rápida expansión del cristianismo en las
poblaciones de la provincia, y eran ya claras también las muestras de
intolerancia con relación a cualquier otro grupo religioso. Para historiadores
como Stone, existe la posibilidad que grupos no simpatizantes con estas
creencias, como el caso de los judíos, fueron exiliados de los núcleos
principales, por su negativa invisible a compartir los ritos religiosos de la
mayoría.
En el caso de los
indígenas señala Carazo (1992): "La actividad económica colonial se
fundamentó en la explotación de comunidades indígenas desposeídas de sus
tierras y obligadas a trabajos forzados" (p. 20). Con esto puede notarse
que las intenciones de cristianización no tienen necesariamente una visión
meramente religiosa, sino que habían sólidas motivaciones diferentes en el
manejo de la situación. Resulta curioso que se establecieran mecanismos
jurídicos para considerar la esclavitud como sistema de apoyo en la producción.
Sin embargo, no puede hablarse del todo de la existencia de un grupo con tan
altos niveles de casta. A fin de cuentas en este país todos tuvieron que hacer
de todo. Así los grandes hacendados también cultivaban la tierra y cuidaban
aves de corral con sus propias manos. Por ende, por más esclavitud, no puede
hablarse de un segmento con facultades tan especiales.
No en vano Costa Rica, como provincia colonial, se
caracterizó por sus considerables niveles de pobreza. Si es justo señalar que,
a pesar de esta condición, algunos estratos lograron una preponderancia en los
círculos de poder social, económico, político y religioso. De ellos se hablará
posteriormente, pero siempre bajo la óptica de que en el país, nunca hubo una
línea heráldica tan fortalecida. A eso se suma que en la conquista llegó una
cantidad considerable de perseguidos políticos y de la llamada
"escoria" de España (referida posiblemente a los judíos sefarditas
que poblaron estas tierras), por lo que no va a pretenderse una identidad tan
pura como algunos hacen suponer. A este
respecto hay conclusiones claras de Norberto Castro y Tossi.
Los problemas típicos
de la colonia, como las invasiones de zambos mosquitos impidieron que los
grupos económicamente más representativos lograran una mejor posición. Como dice
el pueblo "se le fue lo ganado por lo servido". Las potenciales
utilidades se dirigían a reponer las pérdidas de los robos sufridos en los
cultivos del cacao, que se considera la primera actividad económica de peso en
el país. El tabaco tampoco alcanzó proporciones importantes, como tampoco la
explotación del oro. Si bien es cierto permitió a algunas familias ingresar en
el siglo XIX en el mercado cafetalero (lo que los consagró como la oligarquía
nacional), no puede decirse que para todos los que invirtieron en estas
actividades los resultados fueran los mismos.
La condición de Costa
Rica puede comprenderse por una nota de Diego de la Haya Fernández al Rey de
España en 1719 en los siguientes términos que cita Stone (1975):
“Los dos géneros referidos (cacao y sebo) son
los únicos del comercio de esta provincia, la cual es la más pobre y miserable
de toda la América, hallándose sus vecinos cada día con mayores atrasos… La moneda corriente es el grano de cacao, sin
que se conozca el real de plata… ni haberse podido descubrir de donde tuvo la
derivación y título de Costa Rica, siendo tan sumamente pobre” (p.65).
La intolerancia, no
fue solamente un tema propio de la conquista. Por ejemplo, para 1821, la
primera constitución del país, el Pacto de Concordia, establecía en su Capítulo
2° con absoluta claridad que: "Artículo 3. La religión de la provincia es
y será siempre la Católica apostólica romana, como única verdadera, con
exclusión de cualquier otra". (p.67). Esta posición, con más o menos radicalidad,
se mantuvo en los primeros años de la vida Republicana del país. El deseo de no
admitir otros credos era para estos momentos bastante marcado, y como el mismo
texto señalaba, no se esperaba un cambio en los próximos años ("es y será
siempre"). Al menos no era posible vislumbrarlo. El artículo 4° era un
poco más amplio en cuanto al respeto de personas que profesaran otra religión y
preveía cualquier acción fanática de parte de los ciudadanos de la República,
pero manifestaba su incapacidad de tolerancia en cuanto a considerar siquiera
un cambio en su posición:
“Si algún extranjero de diversa religión
aportase a la provincia por título o por motivos de comercio o de tránsito, el gobierno señalará el tiempo
preciso de su residencia en ella, durante el cual será protegida la libertad y
la seguridad de su persona y bienes, siempre que no procure seducir en la
provincia contra la religión del Estado, en cuyo caso será expulsado
inmediatamente”. (p. 67)
Parecen curiosas
estas afirmaciones, pues en algún sentido hay una consideración de no dar
cualquier forma de espacio en la transmisión de las ideas de carácter
religioso, pues se cree que permitirlo puede traer como consecuencia un
desbalance en las "creencias", que pueda desembocar en un cambio en
la "fe" de algunas personas. Llama la atención por tratarse del
documento oficial que consolida el espíritu de libertad que el país había
asumido apenas dos meses atrás. La promulgación de la Constitución de 1824
prohibió por su parte "el exercicio público de qualcuiera otra"
(respeto texto de la época) (De la Cruz, et. al., p. 436, Tomo III).
Las muchas
constituciones posteriores se encargarían de debilitar estas posturas
radicales, hasta alcanzar giros absolutos en la posición del Estado con
respecto a la Iglesia Católica. El primer paso contra la intolerancia religiosa
sería dado con la de Guardia Gutiérrez de 1871. Incluso se procedió la
expulsión del país del Obispo Thiel y de algunos sacerdotes, en 1884 en el
gobierno de Fernández Oreamuno (1882-1885). Para este momento, enmarcado en la
mitad del periodo liberal de Costa Rica, le fueron suprimidos a la iglesia
varios de sus beneficios y atribuciones.
Tal vez para muchos
suene extremista la medida, pero es justo aclarar que por ejemplo la
administración de cementerios estaba en manos de la iglesia. Esto ocasionaría
que personas que se habían suicidado, o las no católicas tenían serias
dificultades para ser enterradas; esto cuando ellos lo permitan. Asimismo se
les separó del manejo de centros educativos y se les impidió la recolección de
limosnas fuera del perímetro de los templos religiosos.
Posteriormente
la iglesia Católica asumiría nuevamente muchos de sus privilegios, pero nunca
en el mismo rango de acción. Durante la primera mitad del siglo XX ocupaba un espacio
importante en la vida social y política del país, a modo de influencia; pero
siempre bajo las limitaciones de la ya mencionada constitución liberal que fue
la de mayor vigencia en el país (1871-1949 [con una leve interrupción en la
época de Tinoco Granados (19171919)]. Para el gobierno de Calderón Guardia
(1940-1944) en la figura de Monseñor Víctor Manuel Sanabria se consolida el
pacto Iglesia-Gobierno-Partido Comunista en la aprobación de la reforma social
del país. Quizá este es el momento de mayor visibilidad por parte de la
agrupación religiosa en esta centuria en lo que respecta al desarrollo humano
del país.
La
Constitución de 1949, vigente desde entonces, establece la religión Católica
como la oficial del Estado, pero concede la libertad de culto. A partir de este
momento empieza a presenciarse la popularización de denominaciones religiosas
menores, alcanzando su máximo nivel en las décadas de 1980 y 1990, aún y cuando
algunas de ellas encontraron amparo desde la época de las reformas liberales.
Hoy día
la iglesia Católica experimenta un momento de crisis, por cuanto el pueblo de
Costa Rica entra en un proceso de división por la proliferación de grupos
religiosos no católicos; pero en mayor grado por la apatía de sus feligreses
que asumen la creencia religiosa como una condición optativa y voluntaria. A
ella se acude en momentos especiales de crisis y de conveniencia, pero no se
asume como una vivencia cotidiana y sistemática, como sucedía en la primera
mitad del siglo.
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