CAPÍTULO II
FUNDAMENTACIONES
HISTÓRICAS
2.1. Inicio de la Fase de Conquista en
Costa Rica
“
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La
penetración de los españoles dentro del Valle Central de Costa Rica llevó como
primera providencia al establecimiento del primer poblado del grupo conquistador,
como lo fue la ciudad del Castillo de Garcimuñoz, que más tarde recibiría el
nombre de Cartago. Para los efectos de nuestro interés actual, el
hecho fue de gran significación, por razón de que, por sus propias
circunstancias históricas, sus inicios dan origen a una nueva situación
socio-cultural, es decir, que es el comienzo de una nueva sociedad, en lo
fundamental hispánica, pero con raíces en el medio geográfico y cultural, en
que elementos indígenas tienen además un papel relevante que cumplir.
Desde
una perspectiva global, el proceso puede interpretarse como la continuación de
la conquista de Nicaragua, pues de allí es de donde irradia el impulso inicial;
pero por el hecho de estar constituida ya desde 1540 la provincia de Costa
Rica, aunque sea nominalmente, el proceso tiende desde el primer momento a
separarse de su tronco originario.
El
aliento que deriva de la entrada a un territorio no sometido hasta el momento,
que había por consiguiente que poblar y conquistar, era grande para quienes tanto
en Guatemala como en Nicaragua aspiraban a metas más prometedoras, o porque el
pertenecer a los sectores sociales menos privilegiados, poco o nada tenían que
perder” (Meléndez, 1982, pp.130-131).
Mucho se ha escrito y
referido respecto a la historia de la conquista y la colonia de Costa
Rica. Sueños y esperanzas quedaron
lamentablemente en la imaginación de los
conquistadores, quienes en términos tangibles no encontraron lo que buscaban,
aún y cuando el concepto hoy pareciera no ser muy claro.
Si bien en esta
aventura no toparon definitivamente con el tipo de problemas que encontraban en
el resto del continente, habrá de serse honesto en que las visiones de
oportunidad, y en algunos casos de oportunismo que los trajeron acá, no les
permitió cumplir con sus expectativas.
En definitiva,
toparían con un territorio que no los haría prosperar, sino que más bien,
consumiría por completo sus fortunas personales, en una misión que lamentablemente para ellos no ofrecería
mayores dividendos.
Cansados, y con los
sueños rotos, la mayoría acabaría por quedarse aquí. Varias de las historias que se analizarán en
este documento tienen este común denominador.
Lamentablemente en tal decisión, un sentimiento de fracaso habría de
acompañarlos por el resto de sus días.
Como es sabido, la
capital colonial no se originó en el sitio donde se encuentra hoy. En un primer momento se contaba con el
establecimiento principal en la zona de Ujarrás. No obstante, el mismo habría de ser
abandonado por diferentes razones, como lo explica Eladio Prado en la crónica
de la fundación del sitio:
“En
marzo de 1561, poblaba Cavallón la ciudad de Garcimuñoz (en el llano de
Turrúcares) desde donde mandó hacer un reconocimiento por todo el país, por
medio de sus tenientes, quienes Urrraccí, Orosi, Corrosí (cerca de Trueque) y
Bujeboj (cerca del Orosi actual), tocándole al teniente Francisco Destrada al
reconocimiento de Ujarraccí, a quien más tarde le adjudicaron los indios,
posiblemente junto con la tierras del valle.
Este repartimiento se hizo 12 de enero de 1569, por Perafán de Rivera,
que no estaba facultado para hacerlo.
Repartió en dicha época los indios y sus gentes. Se levantó entonces el primer memorial o
censo de los pueblos naturales, cuyo memorial presentó al Cabildo de Cartago
con fecha 11 de enero del mismo año (…) [En 1563] Vázquez de Coronado reconoció
el Valle del Guarco y fundó Cartago, a donde se trasladaron, en marzo, los
habitantes de Garcimuñoz. En 1564 partió
para España, Vázquez de Coronado, acompañado por varios vecinos de Cartago,
entre ellos Fray Lorenzo de Bienvenida (…)
En los primeros años de su fundación, parece que los padres
franciscanos tuvieron bastantes sufrimientos, desalentándose por los pocos
resultados que obtenían entre los indios.
Por esta razón, Fray Ricardo de Jerusalem presentó un memorial en 1575,
al Gobernador Anguciana anunciándole la resolución de los frailes de abandonar
Costa Rica para trasladarse a Filipinas (…)
En 1699 la Audiencia de Guatemala ordenó el traslado de los indios
de Orosi a Ujarrás en atención a que eran pocos y el lugar enfermizo. Por fin, la peste de 1832 obligó al abandono
de Ujarrás.” (Eladio Prado, 1989, pp. 21-25).
En la época en
referencia un pueblo conquistador, adquiría derechos sobre los habitantes
naturales de la región que se abarcaba.
Costa Rica no habría de ser una excepción en ello.
De hecho, contar con
este importante recurso favorecía la negociación y el reclutamiento de las
tropas que habrían de hacerle frente a estas
necesidades como se comentará más adelante.
Se establece que los
primeros expedicionarios tenían derechos elementales al ser fundadores o hijos
de los mismos, pero habría que tener un elemento de amarre con los que no
reunían ninguno de los dos requisitos.
Por otro lado,
resulta indudable que el enfrentamiento de las condiciones reales: baja riqueza
natural y abandono por parte de la Corona al tratarse de una región pobre,
ajena a los intereses expansivos de la misma, la misión no sería sencilla.
El debate entre los diferentes
historiadores de época, condición que tendrían que limitarse a reproducir los
más contemporáneos, obliga a dudar mucho de la verdadera identidad de estos
primeros pobladores de América, y en el caso que interesa conocer, de Costa
Rica.
Discusión provoca el
juicio de Fernández de Oviedo en torno a que habían “más idiotas que sabios y
más plebeyos que hidalgos” que deja lugar a cuestionamientos. En este orden la lista es interminable,
incluso sus propios escritos tienden a delatar que se trata, sino de gente de
dudable nobleza, al menos con un sentido humano muy bajo, o al menos
cuestionable. Stone (1998) en “El Legado
de los Conquistadores” cierra sus observaciones en las siguientes palabras:
“La
rivalidad entre los cronistas –que los condujo a acusarse mutuamente de mentir-
complica aún más cualquier enjuiciamiento de los conquistadores. Entre los estudiosos de sus abundantes
escritos, muchos tienen a otros en mejor estima que a otros. Por ello, pareciera necesario tratar de
evaluar a los conquistadores y sus logros a la luz del conflicto entre los
monarcas europeos y sus respectivas noblezas, en el siglo XV. Queda claro que los conquistadores fueron los
beneficiados con esa contienda y, gracias a ello, se convirtieron en la espina
dorsal de las nuevas sociedades de la América Hispana” (p. 107).
Se asume al final un
proceso sin gran planeamiento y con un desenlace más accidentado que
esperado. “La conquista de Costa Rica,
como toda conquista, se comprende bajo el aliento de dos móviles, uno de
dimensión épica-mitológica, y el otro de imaginación práctica” (Meléndez,
Carlos, 1982, pp. 130-131).
No obstante,
Meléndez, comentando a Lafaye, habla aquí de Conquista, del hecho de tomar una
tierra como suya y que en realidad no lo es, pero que llegó a serlo. Como nota previsora se ha venido hablando de
la importancia de no asumir posturas prefijadas en torno a las acciones de los
individuos cuyas vidas se tratan de rescatar de las páginas perdidas de la
historia patria para conservarlas para sus descendientes en este proyecto
patrimonial.
De no
realizarse esta tarea en este momento, difícil será lograr hacerlo más
adelante. Tal vez existan en los
próximos años más recursos, pero no necesariamente habrá la rústica facilidad
de localizarlos de la que se dispone hoy.
Volviendo al tema
anterior, se trata evidenciar las acciones con simpleza y con naturalidad. No se tratará eso sí de borrar errores
cometidos, a fin de cuentas, como se demostrará los cruces con los aborígenes
costarricenses también están presentes en estas páginas con lo cual en su
defensa habrá que quebrar lanzas.
Una de
estas acciones de difícil digestión es la que se refiere al tema de las
encomiendas. En éste se asignaba a un
español un grupo de indios para que “les administrara”. Dependiendo del rango del señor encomendero,
así sería la oferta que recibiría, cuidando siempre aspectos de cantidad a su
cargo y de ubicación del grupo que regentearía.
Tradicionalmente ha sido entendido este sistema como una forma de
esclavitud soslayada y banal (y por ende menos descarada y violenta que la que
se visualizaba en torno a los africanos que sí ocupaban el título como tales).
Carlos Meléndez
(1982) aporta una luz importante sobre los razonamientos detrás de estas acciones”
“Para conseguir que el conquistador se
transformara en colono, fue preciso que pudieran darse estímulos suficientes,
que satisficieran a los hombres que integraban la hueste conquistadora. Uno de esos alicientes fue el repartimiento
del suelo, para que se le cultivara, y sobre esta base, conformara un género de
actividad económica que permitiera la subsistencia. El otro, que en nuestro caso resultó más
tardío pero no por ello menos necesario, fue el apropiamiento de la mano de
obra indígena, mediante el sistema de encomiendas. Pensamos que este paso fue de los más
acertados, para que el conquistador cambiara de mentalidad, al sentirse
estimulado en cuanto a su ascenso
social. (…) Por vez primera surgía en
Costa Rica una forma concreta y efectiva de solución a la problemática del
grupo conquistador, que carecía de sustentos económicos satisfactorios para su
permanencia en nuestra tierra. Con dicho
paso, se proveía un recurso que permitiría un parcial enriquecimiento de los
beneficiarios del sistema, base para alcanzar la posición social a la que
aspiraban los hombres de Garcimuñoz, la de tornarse en señores de la Tierra”
(p. 135).
En orden
semejante aparece el tema de la esclavitud.
En Costa Rica no obstante tiene aspectos diferentes que en el resto del
mundo aunque ambos: encomienda y esclavitud son harina del mismo costal. Debe tenerse claro que ante la baja población
aborigen en el área, se entiende que hay “baja población aborigen para que trabaje
la tierra y sirva a los españoles”. Por
un lado la población a la hora del impacto no era alta, por el otro se diezma
con facilidad entre enfermedades y luchas.
En definitiva, lo que
queda es poco para cumplir con las necesidades de los incursores. La mano de obra negra traída desde África
viene entonces a resolver este faltante.
La diferencia se da solamente en términos de que había que comprarla.
Para entonces la
esclavitud era evidentemente permitida.
No por ello habría de compartirse su aceptación social; menos humana,
pero en definitiva no son conceptos de época como tampoco lo era el del racismo
despiadado. Mauricio Meléndez y Tatiana
Lobo (1999) desarrollan un interesantísimo tratado en el orden de la mezcla
étnica en el país en “Blancos y negros: todo mezclado”. En el mismo se aprecian las fétidas
condiciones en las que se desenvolvía el negro traído a América. Si bien el cristianismo cobijaba tímidamente
la conciencia dentro de la normativa para
su “manejo” evidentemente lo hacía desde la perspectiva de que tanto aborígenes
como negros eran ciudadanos de segundo y tercer orden.
En esto del
esclavismo, las familias fundadoras de mejor acomodo social no se escapó
ninguna de este sistema. Todos
fomentaron y se sirvieron de la explotación de negros e indios. Variables más civilizadas que en el resto de
América se manifestaron, pero en definitiva la colaboración al sistema fue la
misma. Gestos simples y efímeros de
humanidad, como el liberarlos al morir o permitirles en algunos casos el uso de
los apellidos de la familia dueña, eran las muestras más visibles de
“humanidad” con ellos. Por lo demás se
heredaban, traspasaban o vendían con la facilidad de quien comercializaba un
caballo. Castigos, azotes y agresiones,
así como el negocio del tráfico ilegal de esclavos se daba a la orden del día.
Como en todo, hay sus
excepciones. Una de las anécdotas
coloniales más interesantes que se registran en el texto de Meléndez y Lobo se
refiere a los amores de Andrés Fernández Acosta Arévalo (por la suma de
apellidos se entiende que se trataba de una de las familias más importantes de
Cartago) con una esclava llamada Sebastiana, propiedad de Josefa de Rosas. Dentro de la hipocresía colonial (que se
extendería hasta el día de hoy) los vecinos de Andrés envidiaban su suerte. Su
esposa [la de Andrés]
“Los toleró al comienzo, pero su preocupación
crecía conforme pasaban los años y don Andrés no demostraba ninguna intención
de abandonar a Sebastiana. A los diez
años, doña María comprendió que no se trataba de un entusiasmo pasajero. Trató de intervenir para llamar a su marido
al orden, pero sin resultado: el caballero no tenía la menor intención de
cortar su affaire con la mulata, quien tenía algunos chiquitos que se le
parecían mucho, según opinión del vecindario.
Pero
cuando cumplieron 12 años de culpables amores interétnicos, a doña María se le
acabó la paciencia y decidió que ya no sería capaz de sobrellevar, un día más,
la infidelidad de su marido. Se le acabó
la santa resignación cristiana y, un 25 de octubre, aprovechando la presencia
del visitador del Obispo, fue a denunciar el adulterio, para cortar, de un
plumazo, la prolongada cornamenta.
El
visitador, don Manuel López del Corral, era también notario del Santo Oficio de
la Inquisición, alguien muy apto para meterle miedo a don Andrés. Ante el notario se presentó la preocupada
señora, dando los pormenores de adulterio de su marido, agregando que: ‘por
ocasión de esta amistad ha pasado y pasa muchos disgustos, exclamando que sirva,
el señor visitador, de guardarle justicia procediendo contra dicha esclava,
para que de este modo pueda vivir con su conciencia sana y sin padecer’.
Doña
María, buena conocedora de las reglas del juego imperantes, no pidió castigo
para su marido, sino para la esclava.
Pero había otra razón para que doña María, acudiera a denunciar, por
fin, los amores extraconyugales de su marido: al ser estos tan públicos, cabía
la posibilidad de que la Inquisición la acusara de complicidad, de ahí el
alegato de conciencia sana.
Pero
el visitador del Obispo estaba muy lejos de desear perder su tiempo castigando
amores adúlteros de hidalgos con esclavas mulatas, algo así como arar en el
mar, y asumió con desgano y disgusto, la denuncia de doña María, a quien no
podía ignorar por su elevada posición social.
Presionado
y a regañadientes abrió el caso y convocó a los testigos que presentó la
señora, sin tomar en cuenta, para nada, la opinión de la acusada, a la que ni
se le pasó por la cabeza interrogar. El
primer testigo presentado por doña María fue don Juan Antonio Gómez quien
declaró que ‘ha más de doce años que (los acusados) viven en ilícita amistad’ y
‘ha habido muchos disgustos, perturbaciones y alborotos entre los dos casados’.
Su
declaración es corroborada por don Felipe Meneses y don Antonio Vázquez,
quienes por fin encontraron la oportunidad de materializar su envidia,
vengándose de los amantes, y se hicieron lenguas de daño que la pecaminosa
relación le había hecho al matrimonio, detallando los pleitos y escándalos que
permanentemente se daban entre Fernández y su mujer por culpa de la mulata, a
quien acusaron de perturbar la paz conyugal y estabilidad matrimonial de don
Andrés. Es desde esta perspectiva de
donde se coloca el juez eclesiástico para sentenciar: ‘habiendo visto la
sumaria… y que por ella consta justificado el concubinato que don Andrés
Fernández tiene con la mulata Sebastiana… y los disturbios ocasionados en el
matrimonio de dicho Fernández… manda que doña Josefa de Rosas prontamente venda
dicha esclava fuera de esta provincia, señalándole el término de 30 días
Destierro
para la mulata concubina Y para el marido adúltero, hasta que otra cosa
mande’. Los amantes serían separados y
doña Josefa de Rosas, la dueña de Sebastiana, dañada en sus intereses. Doña Josefa había seguido el juicio con mucha
inquietud pues cuando se castigaba un esclavo el amo también resultaba
perjudicado (…) Doña Josefa estaría dispuesta
a vender a Sebastiana, pero que se la paguen primero… No hubo nadie en
Cartago que quisiera embarcarse en un negocio tan dudoso.
El
visitador no se ocupó más del asunto, don Andrés se quedó con su querida, y
doña María hubo de resignarse pues no existe constancia de que intentara una
segunda gestión. Lo que no ha sido posible averiguar es si don Andrés compró la
libertad de Sebastiana y la de los hijos que posiblemente tuvo con ella en tan
larga relación. O si doña Josefa de
Rosas le sacó un buen precio a los hijos del aristocrático hidalgo,
vendiéndolos por su cuenta. La testaruda
afición de don Andrés por la mulata nos hace presumir lo primero. Ojalá” (pp.
54-56).
Un nuevo sistema de
escalamiento habrían de buscar los grupos fundadores predominantes para
diferenciarse: El de las familias Patricias.
No obstante eso será otro tema.
“Por ello toda persona distinguida, noble o
no, solía tomar la elemental precaución, antes de embarcarse para las Américas,
de proveerse de toda suerte de atestaciones, informaciones y certificaciones
que probasen su clara calidad, y las que a ello tuvieran derecho, de un
traslado fehaciente de la Real carta Ejecutoria de su estirpe, único documento
que probara sin contestación posible, el goce de la Nobleza y de la Hidalguía
al fuero de España” (Norberto Castro y Tossi, 1975, en Nº 22, Revista de la
ACCG, p.23).
De momento, las huestes
que habían entrado apoyando a los conquistadores habrían de gozar de
privilegios y recompensas pequeñas para que no abandonaran esta tierra. Por ello, será altamente frecuente encontrar
referencia en las notas biográficas de los personajes en torno a los
favorecimientos de encomiendas otorgados por Cavallón, por Vázquez de Coronado
o por Perafán de Ribera.
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