viernes, 7 de noviembre de 2014





CAPÍTULO II
FUNDAMENTACIONES HISTÓRICAS

2.1. Inicio de la Fase de Conquista en Costa Rica



La penetración de los españoles dentro del Valle Central de Costa Rica llevó como primera providencia al establecimiento del primer poblado del grupo conquistador, como lo fue la ciudad del Castillo de Garcimuñoz, que más tarde recibiría el nombre de Cartago.  Para  los efectos de nuestro interés actual, el hecho fue de gran significación, por razón de que, por sus propias circunstancias históricas, sus inicios dan origen a una nueva situación socio-cultural, es decir, que es el comienzo de una nueva sociedad, en lo fundamental hispánica, pero con raíces en el medio geográfico y cultural, en que elementos indígenas tienen además un papel relevante que cumplir.

Desde una perspectiva global, el proceso puede interpretarse como la continuación de la conquista de Nicaragua, pues de allí es de donde irradia el impulso inicial; pero por el hecho de estar constituida ya desde 1540 la provincia de Costa Rica, aunque sea nominalmente, el proceso tiende desde el primer momento a separarse de su tronco originario.

El aliento que deriva de la entrada a un territorio no sometido hasta el momento, que había por consiguiente que poblar y conquistar, era grande para quienes tanto en Guatemala como en Nicaragua aspiraban a metas más prometedoras, o porque el pertenecer a los sectores sociales menos privilegiados, poco o nada tenían que perder” (Meléndez, 1982, pp.130-131).

Mucho se ha escrito y referido respecto a la historia de la conquista y la colonia de Costa Rica.  Sueños y esperanzas quedaron lamentablemente en la imaginación de  los conquistadores, quienes en términos tangibles no encontraron lo que buscaban, aún y cuando el concepto hoy pareciera no ser muy claro.

Si bien en esta aventura no toparon definitivamente con el tipo de problemas que encontraban en el resto del continente, habrá de serse honesto en que las visiones de oportunidad, y en algunos casos de oportunismo que los trajeron acá, no les permitió cumplir con sus expectativas.

En definitiva, toparían con un territorio que no los haría prosperar, sino que más bien, consumiría por completo sus fortunas personales, en una misión  que lamentablemente para ellos no ofrecería mayores dividendos.

Cansados, y con los sueños rotos, la mayoría acabaría por quedarse aquí.  Varias de las historias que se analizarán en este documento tienen este común denominador.  Lamentablemente en tal decisión, un sentimiento de fracaso habría de acompañarlos por el resto de sus días.




Como es sabido, la capital colonial no se originó en el sitio donde se encuentra hoy.  En un primer momento se contaba con el establecimiento principal en la zona de Ujarrás.  No obstante, el mismo habría de ser abandonado por diferentes razones, como lo explica Eladio Prado en la crónica de la fundación del sitio:


 “En  marzo de 1561, poblaba Cavallón la ciudad de Garcimuñoz (en el llano de Turrúcares) desde donde mandó hacer un reconocimiento por todo el país, por medio de sus tenientes, quienes Urrraccí, Orosi, Corrosí (cerca de Trueque) y Bujeboj (cerca del Orosi actual), tocándole al teniente Francisco Destrada al reconocimiento de Ujarraccí, a quien más tarde le adjudicaron los indios, posiblemente junto con la tierras del valle.  Este repartimiento se hizo 12 de enero de 1569, por Perafán de Rivera, que no estaba facultado para hacerlo.  Repartió en dicha época los indios y sus gentes.  Se levantó entonces el primer memorial o censo de los pueblos naturales, cuyo memorial presentó al Cabildo de Cartago con fecha 11 de enero del mismo año (…) [En 1563] Vázquez de Coronado reconoció el Valle del Guarco y fundó Cartago, a donde se trasladaron, en marzo, los habitantes de Garcimuñoz.  En 1564 partió para España, Vázquez de Coronado, acompañado por varios vecinos de Cartago, entre ellos Fray Lorenzo de Bienvenida (…)

En los primeros años de su fundación, parece que los padres franciscanos tuvieron bastantes sufrimientos, desalentándose por los pocos resultados que obtenían entre los indios.  Por esta razón, Fray Ricardo de Jerusalem presentó un memorial en 1575, al Gobernador Anguciana anunciándole la resolución de los frailes de abandonar Costa Rica para trasladarse a Filipinas (…)

En 1699 la Audiencia de Guatemala ordenó el traslado de los indios de Orosi a Ujarrás en atención a que eran pocos y el lugar enfermizo.  Por fin, la peste de 1832 obligó al abandono de Ujarrás.” (Eladio Prado, 1989, pp. 21-25).

En la época en referencia un pueblo conquistador, adquiría derechos sobre los habitantes naturales de la región que se abarcaba.  Costa Rica no habría de ser una excepción en ello.

De hecho, contar con este importante recurso favorecía la negociación y el reclutamiento de las tropas que habrían de hacerle frente a estas  necesidades como se comentará más adelante. 

Se establece que los primeros expedicionarios tenían derechos elementales al ser fundadores o hijos de los mismos, pero habría que tener un elemento de amarre con los que no reunían ninguno de los dos requisitos.

Por otro lado, resulta indudable que el enfrentamiento de las condiciones reales: baja riqueza natural y abandono por parte de la Corona al tratarse de una región pobre, ajena a los intereses expansivos de la misma, la misión no sería sencilla.

El debate entre los diferentes historiadores de época, condición que tendrían que limitarse a reproducir los más contemporáneos, obliga a dudar mucho de la verdadera identidad de estos primeros pobladores de América, y en el caso que interesa conocer, de Costa Rica. 




Discusión provoca el juicio de Fernández de Oviedo en torno a que habían “más idiotas que sabios y más plebeyos que hidalgos” que deja lugar a cuestionamientos.  En este orden la lista es interminable, incluso sus propios escritos tienden a delatar que se trata, sino de gente de dudable nobleza, al menos con un sentido humano muy bajo, o al menos cuestionable.  Stone (1998) en “El Legado de los Conquistadores” cierra sus observaciones en las siguientes palabras:

 “La rivalidad entre los cronistas –que los condujo a acusarse mutuamente de mentir- complica aún más cualquier enjuiciamiento de los conquistadores.  Entre los estudiosos de sus abundantes escritos, muchos tienen a otros en mejor estima que a otros.  Por ello, pareciera necesario tratar de evaluar a los conquistadores y sus logros a la luz del conflicto entre los monarcas europeos y sus respectivas noblezas, en el siglo XV.  Queda claro que los conquistadores fueron los beneficiados con esa contienda y, gracias a ello, se convirtieron en la espina dorsal de las nuevas sociedades de la América Hispana” (p. 107).


Se asume al final un proceso sin gran planeamiento y con un desenlace más accidentado que esperado.   “La conquista de Costa Rica, como toda conquista, se comprende bajo el aliento de dos móviles, uno de dimensión épica-mitológica, y el otro de imaginación práctica” (Meléndez, Carlos, 1982, pp. 130-131).

No obstante, Meléndez, comentando a Lafaye, habla aquí de Conquista, del hecho de tomar una tierra como suya y que en realidad no lo es, pero que llegó a serlo.  Como nota previsora se ha venido hablando de la importancia de no asumir posturas prefijadas en torno a las acciones de los individuos cuyas vidas se tratan de rescatar de las páginas perdidas de la historia patria para conservarlas para sus descendientes en este proyecto patrimonial.

De no realizarse esta tarea en este momento, difícil será lograr hacerlo más adelante.  Tal vez existan en los próximos años más recursos, pero no necesariamente habrá la rústica facilidad de localizarlos de la que se dispone hoy. 




Volviendo al tema anterior, se trata evidenciar las acciones con simpleza y con naturalidad.  No se tratará eso sí de borrar errores cometidos, a fin de cuentas, como se demostrará los cruces con los aborígenes costarricenses también están presentes en estas páginas con lo cual en su defensa habrá que quebrar lanzas.

Una de estas acciones de difícil digestión es la que se refiere al tema de las encomiendas.  En éste se asignaba a un español un grupo de indios para que “les administrara”.  Dependiendo del rango del señor encomendero, así sería la oferta que recibiría, cuidando siempre aspectos de cantidad a su cargo y de ubicación del grupo que regentearía.  Tradicionalmente ha sido entendido este sistema como una forma de esclavitud soslayada y banal (y por ende menos descarada y violenta que la que se visualizaba en torno a los africanos que sí ocupaban el título como tales).


Carlos Meléndez (1982) aporta una luz importante sobre los razonamientos detrás de estas acciones”

“Para conseguir que el conquistador se transformara en colono, fue preciso que pudieran darse estímulos suficientes, que satisficieran a los hombres que integraban la hueste conquistadora.  Uno de esos alicientes fue el repartimiento del suelo, para que se le cultivara, y sobre esta base, conformara un género de actividad económica que permitiera la subsistencia.  El otro, que en nuestro caso resultó más tardío pero no por ello menos necesario, fue el apropiamiento de la mano de obra indígena, mediante el sistema de encomiendas.  Pensamos que este paso fue de los más acertados, para que el conquistador cambiara de mentalidad, al sentirse estimulado en cuanto  a su ascenso social. (…)  Por vez primera surgía en Costa Rica una forma concreta y efectiva de solución a la problemática del grupo conquistador, que carecía de sustentos económicos satisfactorios para su permanencia en nuestra tierra.  Con dicho paso, se proveía un recurso que permitiría un parcial enriquecimiento de los beneficiarios del sistema, base para alcanzar la posición social a la que aspiraban los hombres de Garcimuñoz, la de tornarse en señores de la Tierra” (p. 135).




En orden semejante aparece el tema de la esclavitud.  En Costa Rica no obstante tiene aspectos diferentes que en el resto del mundo aunque ambos: encomienda y esclavitud son harina del mismo costal.  Debe tenerse claro que ante la baja población aborigen en el área, se entiende que hay “baja población aborigen para que trabaje la tierra y sirva a los españoles”.  Por un lado la población a la hora del impacto no era alta, por el otro se diezma con facilidad entre enfermedades y luchas. 


En definitiva, lo que queda es poco para cumplir con las necesidades de los incursores.  La mano de obra negra traída desde África viene entonces a resolver este faltante.  La diferencia se da solamente en términos de que había que comprarla.

Para entonces la esclavitud era evidentemente permitida.  No por ello habría de compartirse su aceptación social; menos humana, pero en definitiva no son conceptos de época como tampoco lo era el del racismo despiadado.  Mauricio Meléndez y Tatiana Lobo (1999) desarrollan un interesantísimo tratado en el orden de la mezcla étnica en el país en “Blancos y negros: todo mezclado”.  En el mismo se aprecian las fétidas condiciones en las que se desenvolvía el negro traído a América.  Si bien el cristianismo cobijaba tímidamente la conciencia dentro  de la normativa para su “manejo” evidentemente lo hacía desde la perspectiva de que tanto aborígenes como negros eran ciudadanos de segundo y tercer orden.


En esto del esclavismo, las familias fundadoras de mejor acomodo social no se escapó ninguna de este sistema.  Todos fomentaron y se sirvieron de la explotación de negros e indios.  Variables más civilizadas que en el resto de América se manifestaron, pero en definitiva la colaboración al sistema fue la misma.  Gestos simples y efímeros de humanidad, como el liberarlos al morir o permitirles en algunos casos el uso de los apellidos de la familia dueña, eran las muestras más visibles de “humanidad” con ellos.  Por lo demás se heredaban, traspasaban o vendían con la facilidad de quien comercializaba un caballo.  Castigos, azotes y agresiones, así como el negocio del tráfico ilegal de esclavos se daba a la orden del día.



Como en todo, hay sus excepciones.  Una de las anécdotas coloniales más interesantes que se registran en el texto de Meléndez y Lobo se refiere a los amores de Andrés Fernández Acosta Arévalo (por la suma de apellidos se entiende que se trataba de una de las familias más importantes de Cartago) con una esclava llamada Sebastiana, propiedad de Josefa de Rosas.  Dentro de la hipocresía colonial (que se extendería hasta el día de hoy) los vecinos de Andrés envidiaban su suerte. Su esposa [la de Andrés]

“Los toleró al comienzo, pero su preocupación crecía conforme pasaban los años y don Andrés no demostraba ninguna intención de abandonar a Sebastiana.  A los diez años, doña María comprendió que no se trataba de un entusiasmo pasajero.  Trató de intervenir para llamar a su marido al orden, pero sin resultado: el caballero no tenía la menor intención de cortar su affaire con la mulata, quien tenía algunos chiquitos que se le parecían mucho, según opinión del vecindario.

Pero cuando cumplieron 12 años de culpables amores interétnicos, a doña María se le acabó la paciencia y decidió que ya no sería capaz de sobrellevar, un día más, la infidelidad de su marido.  Se le acabó la santa resignación cristiana y, un 25 de octubre, aprovechando la presencia del visitador del Obispo, fue a denunciar el adulterio, para cortar, de un plumazo, la prolongada cornamenta.

El visitador, don Manuel López del Corral, era también notario del Santo Oficio de la Inquisición, alguien muy apto para meterle miedo a don Andrés.  Ante el notario se presentó la preocupada señora, dando los pormenores de adulterio de su marido, agregando que: ‘por ocasión de esta amistad ha pasado y pasa muchos disgustos, exclamando que sirva, el señor visitador, de guardarle justicia procediendo contra dicha esclava, para que de este modo pueda vivir con su conciencia sana y sin padecer’.

Doña María, buena conocedora de las reglas del juego imperantes, no pidió castigo para su marido, sino para la esclava.  Pero había otra razón para que doña María, acudiera a denunciar, por fin, los amores extraconyugales de su marido: al ser estos tan públicos, cabía la posibilidad de que la Inquisición la acusara de complicidad, de ahí el alegato de conciencia sana.

Pero el visitador del Obispo estaba muy lejos de desear perder su tiempo castigando amores adúlteros de hidalgos con esclavas mulatas, algo así como arar en el mar, y asumió con desgano y disgusto, la denuncia de doña María, a quien no podía ignorar por su elevada posición social.

Presionado y a regañadientes abrió el caso y convocó a los testigos que presentó la señora, sin tomar en cuenta, para nada, la opinión de la acusada, a la que ni se le pasó por la cabeza interrogar.  El primer testigo presentado por doña María fue don Juan Antonio Gómez quien declaró que ‘ha más de doce años que (los acusados) viven en ilícita amistad’ y ‘ha habido muchos disgustos, perturbaciones y alborotos entre los dos casados’.


Su declaración es corroborada por don Felipe Meneses y don Antonio Vázquez, quienes por fin encontraron la oportunidad de materializar su envidia, vengándose de los amantes, y se hicieron lenguas de daño que la pecaminosa relación le había hecho al matrimonio, detallando los pleitos y escándalos que permanentemente se daban entre Fernández y su mujer por culpa de la mulata, a quien acusaron de perturbar la paz conyugal y estabilidad matrimonial de don Andrés.  Es desde esta perspectiva de donde se coloca el juez eclesiástico para sentenciar: ‘habiendo visto la sumaria… y que por ella consta justificado el concubinato que don Andrés Fernández tiene con la mulata Sebastiana… y los disturbios ocasionados en el matrimonio de dicho Fernández… manda que doña Josefa de Rosas prontamente venda dicha esclava fuera de esta provincia, señalándole el término de 30 días

Destierro para la mulata concubina Y para el marido adúltero, hasta que otra cosa mande’.  Los amantes serían separados y doña Josefa de Rosas, la dueña de Sebastiana, dañada en sus intereses.  Doña Josefa había seguido el juicio con mucha inquietud pues cuando se castigaba un esclavo el amo también resultaba perjudicado (…) Doña Josefa estaría dispuesta  a vender a Sebastiana, pero que se la paguen primero… No hubo nadie en Cartago que quisiera embarcarse en un negocio tan dudoso.

El visitador no se ocupó más del asunto, don Andrés se quedó con su querida, y doña María hubo de resignarse pues no existe constancia de que intentara una segunda gestión. Lo que no ha sido posible averiguar es si don Andrés compró la libertad de Sebastiana y la de los hijos que posiblemente tuvo con ella en tan larga relación.  O si doña Josefa de Rosas le sacó un buen precio a los hijos del aristocrático hidalgo, vendiéndolos por su cuenta.  La testaruda afición de don Andrés por la mulata nos hace presumir lo primero. Ojalá” (pp. 54-56).


Un nuevo sistema de escalamiento habrían de buscar los grupos fundadores predominantes para diferenciarse: El de las familias Patricias.  No obstante eso será otro tema. 

 “Por ello toda persona distinguida, noble o no, solía tomar la elemental precaución, antes de embarcarse para las Américas, de proveerse de toda suerte de atestaciones, informaciones y certificaciones que probasen su clara calidad, y las que a ello tuvieran derecho, de un traslado fehaciente de la Real carta Ejecutoria de su estirpe, único documento que probara sin contestación posible, el goce de la Nobleza y de la Hidalguía al fuero de España” (Norberto Castro y Tossi, 1975, en Nº 22, Revista de la ACCG, p.23).





De momento, las huestes que habían entrado apoyando a los conquistadores habrían de gozar de privilegios y recompensas pequeñas para que no abandonaran esta tierra.  Por ello, será altamente frecuente encontrar referencia en las notas biográficas de los personajes en torno a los favorecimientos de encomiendas otorgados por Cavallón, por Vázquez de Coronado o por Perafán de Ribera.




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